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Mi hermosa lavandería

14 abuelas

Isabel Coixet

Viernes, 24 de Octubre 2025, 10:36h

Tiempo de lectura: 1 min

Dixon Chibanda es psiquiatra en Zimbabue. Uno de los pocos. Tan pocos que la cifra duele: cuando comenzó su trabajo, eran seis para casi diecisiete millones de personas. Seis. Como si toda España tuviera dos psiquiatras y medio. Como si la tristeza, el trauma y la desesperación pudieran esperar turno durante años, décadas, vidas enteras. 

A veces pienso que la historia de la humanidad debería contarse no como la sucesión de reyes y batallas, sino como la cadena infinita de personas que se sientan junto a otras y dicen: "Dime qué te pasa"

Pero Chibanda hizo lo que hacen los que no se rinden: mirar alrededor. Y lo que vio fueron abuelas. Catorce, para ser exactos. Catorce mujeres mayores que sabían escuchar como solo sabe quien ha vivido suficiente, quien ha perdido suficiente, quien ha sobrevivido a guerras sin nombre y a dolores que la historia oficial ni siquiera registra. 

Las abuelas de Zimbabue llevan en sus cuerpos la memoria de la colonización, del desplazamiento, de la pobreza que no es solo falta de dinero, sino ausencia de futuro. Y aun así, o quizás precisamente por eso, conservan algo que ningún título universitario puede otorgar: la capacidad de sentarse junto a otro ser humano y decir sin palabras «yo también he estado rota y, mira, aquí sigo». 

El Banco de la Amistad nació así, de la necesidad convertida en invención, de la escasez transformada en ingenio.

Chibanda entrenó a esas catorce abuelas en técnicas de escucha, en herramientas básicas de psicoterapia adaptadas a su idioma, a su cosmovisión, a su manera de entender el sufrimiento.

Y las abuelas se sentaron en bancos –literales, de madera– y empezaron a recibir a personas que llevaban años cargando soledades insoportables.

No había diván. No había recetas en latín. No había medicación. No había la distancia aséptica de la consulta médica donde nunca sabes si te escuchan o están pensando en cuánto tiempo falta para que acabes. Había dos mujeres sentadas bajo un árbol, compartiendo el peso de estar vivas.

Hoy son más de tres mil abuelas las que sostienen este milagro cotidiano. Tres mil mujeres que demuestran que la salud mental no es un lujo de países ricos ni un privilegio de quienes pueden pagar 100 euros la hora. Es un derecho humano que puede ejercerse con dignidad, con creatividad, con las manos de quienes saben amasar el pan y también saben amasar el dolor ajeno hasta convertirlo en algo más llevadero.

El programa se está expandiendo por todo el continente africano. Porque resulta que la escasez de Zimbabue es también la escasez de tantos otros lugares. Y la sabiduría de esas catorce abuelas es universal, como el hambre y como el consuelo.

A veces pienso que la historia de la humanidad debería contarse así: no como la sucesión de reyes y batallas, sino como la cadena infinita de personas que se sientan junto a otras y dicen: «Dime qué te pasa».

Catorce abuelas en Zimbabue entendieron esto antes que muchos sistemas de salud multimillonarios. Entendieron que sanar es, ante todo, no estar solo. Y eso, créanme, no tiene precio.​​​​​​​​​​​​​​​