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Viernes, 17 de Octubre 2025, 10:49h
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Me escapé del hospital porque tenía una misión divina. Mientras escuchaba el sonido de los helicópteros que habían enviado a buscarme, una bandada de pájaros de colores me iba indicando el camino por el que tenía que correr para que no me encontraran. Y entonces lo sentí en la espalda. Era un calor muy fuerte. Ni siquiera me di la vuelta porque sabía que iba a ocurrir. Era parte del plan para salvar el mundo. Yo era invencible y Dios estaba detrás de mí».
Nacho recuerda así el brote psicótico en el que derivó su segunda crisis maniaca. Tenía 38 años y vivía en Nueva York con su mujer y sus tres hijos. Trabajaba en un banco de inversión con sede en Manhattan y le habían diagnosticado trastorno bipolar de tipo I, pero él se negaba a aceptarlo y había acabado ingresado en un hospital psiquiátrico tras un episodio de euforia desmedida. Poco después llegó la caída: la energía se convirtió en una tristeza devastadora y un cansancio que apenas le dejaban moverse. Nacho pensó en el suicidio. No como un gesto dramático, sino como la única salida imaginable a un dolor que parecía no tener fin.
Sonia recorrió un camino parecido, aunque en su caso el retraso del diagnóstico complicó todavía más el sufrimiento: «Tuve la primera depresión a los 19 años, pero sin valoración ni tratamiento, y, cuando llegó la segunda, solo me dieron antidepresivos». Durante años creyó que sus fases expansivas eran parte de su carácter creativo y emprendedor: trabajaba trece horas al día, iniciaba proyectos, producía documentales, apenas dormía... Solo más tarde comprendió que aquella energía desbordante tenía un reverso oscuro. «Me arruiné. Invertí en un montón de proyectos, compré una cabaña en Cantabria, gastaba sin freno... No me reconocía a mí misma».
Así transcurre la existencia de millones de personas que padecen trastorno bipolar, una enfermedad que afecta a entre un 1 y un 2 por ciento de la población mundial, pero que todavía muchos confunden con simples cambios de humor. En España, cerca de un millón de personas lo sufren. La mayoría tardará casi una década en obtener un diagnóstico correcto.
Durante ese tiempo, sus vidas estarán marcadas por recaídas, incomprensión y soledad. Y, aunque se trata de una enfermedad frecuente y con tratamiento eficaz, sigue siendo una de las más estigmatizadas. «Parece que la sociedad ya ha aceptado algunos trastornos de la salud mental como la depresión o la ansiedad, pero este todavía es muy desconocido», explica el psiquiatra José Manuel Montes, jefe de sección en Psiquiatría del Hospital Ramón y Cajal de Madrid y colaborador de la también madrileña Asociación Bipolar. «El trastorno bipolar se caracteriza por la alternancia de fases de depresión y fases de manía o hipomanía. Pero no estamos hablando de simples cambios de humor. Se trata de alteraciones profundas que condicionan la vida de la persona y de quienes la rodean. Es una enfermedad de las emociones, por la que el cerebro pierde la capacidad de regularlas».
Igual que sabemos que una depresión es mucho más fuerte que un sentimiento normal de tristeza, la fase maniaca también va más allá de un estado natural de alegría. Es una euforia desmedida y mantenida en el tiempo que suele ir acompañada de un aumento exagerado de la autoestima, incluso de sentimientos de grandeza, disminución de la necesidad de dormir, aumento excesivo de energía y actividad, y la sensación de que todo en el mundo tiene conexión. En la fase depresiva llega la tristeza profunda, la pérdida de interés, la fatiga extrema, alteraciones del sueño y del apetito, pensamientos de inutilidad y riesgo elevado de suicidio.
Y luego está la hipomanía, un estado menos intenso que la manía y en apariencia inofensivo, pero que, según el psiquiatra, es particularmente peligroso porque puede confundirse con creatividad o éxito laboral, cuando en realidad es un síntoma.
Sonia lo vivió durante años: «Yo era la típica emprendedora que encadenaba proyectos, que trabajaba jornadas interminables y que siempre encontraba una solución creativa. Desde fuera parecía energía, talento, éxito... Pero en realidad era el prólogo de un descenso inevitable». Lo difícil, reconoce, es que incluso para ella misma resultaba complicado distinguir dónde acababa su verdadera capacidad y dónde empezaba la enfermedad. Nacho incluso llega a reconocer que al principio se sintió algo orgulloso del diagnóstico porque muchos grandes hombres, como Winston Churchill, habían sido bipolares según algunas fuentes. «No parecía procesar que me había convertido en un enfermo mental, con una condición crónica», confiesa ahora.
Pero esto no es todo. Si esas dos fases ya condicionan de por vida a las personas que sufren este trastorno, muchas de ellas presentan también síntomas psicóticos, es decir, episodios que se caracterizan por una total desconexión de la realidad. «Los más frecuentes son las ideas delirantes y las alucinaciones –explica el doctor Montes–. Las primeras son creencias falsas que el sujeto sostiene por encima de todo razonamiento lógico, como creer que tiene poderes mágicos o que lo persigue una organización terrorista. Las alucinaciones son percepciones auditivas (típicamente en forma de voces que hablan) o visuales que no existen realmente, pero que se viven con convicción de realidad».
En este contexto, y según el psiquiatra, «es muy frecuente que aparezcan ideas de muerte, intentos de suicidio y, por desgracia, suicidios consumados, ya que el riesgo es diez veces mayor que en el resto de la población».
Nacho explica que durante su depresión no solo perdió la alegría, perdió la esperanza. «Llegué a pensar en quitarme la vida, en saltar desde lo alto del puente que tenía que cruzar para llegar a la estación del tren. Incluso imaginé cómo quedarían los restos de mi cuerpo y qué pasaría con mis hijos si yo no estaba. ¿Cómo cambiaría su vida sabiendo que su padre, un enfermo, se tiraría a las vías del tren y los abandonaría para siempre? En el fondo yo no quería morir, pero mi lado oscuro deseaba con todas sus fuerzas acabar con mi vida». Porque, si ya cualquier trastorno de la salud mental conlleva un enorme sentimiento de culpa y vergüenza, en el caso de la bipolaridad estas emociones se multiplican por los comportamientos y las consecuencias de sus episodios de manía o depresión.
El impacto no se queda en quien lo sufre. Las familias también viven su propio horror. Marta conoce el trastorno desde dos frentes: su padre, nunca diagnosticado, y su hermano, al que se lo detectaron hace quince años tras un brote psicótico. «Lo de mi hermano fue muy duro. Empezó con delirios cuando tenía 30 años. Pensaba que en la televisión hablaban de él, dejó de comer, llegó a escuchar voces que le decían que hiciera daño a mi padre... Una noche intentó autolesionarse y tuvimos que ingresarlo».
Marta vivía puerta con puerta con él. «Sentía mucha impotencia y tristeza. El ingreso fue un alivio y a la vez un trauma. Verlo después tan medicado, tan apagado, fue durísimo». Su padre, de 77 años, nunca tuvo un diagnóstico oficial, aunque la familia reconoce en él los ciclos de hipomanía y depresión. «El estigma en su época era todavía mayor. Lo llevó todo en silencio. Eso ha hecho un flaco favor a toda la familia, porque se normalizaron conductas que eran claramente patológicas».
Hoy, su hermano convive con el diagnóstico, pero ha decidido dejar la medicación. «Es un momento muy complicado. Lo peor es el silencio y la negación. La depresión ya se reconoce, la ansiedad también, pero el trastorno bipolar y la esquizofrenia siguen sin aceptarse».
A pesar de la dureza del diagnóstico, el trastorno bipolar tiene tratamiento. El litio continúa siendo el fármaco de referencia: estabiliza el ánimo y previene suicidios. Se emplean también otros estabilizadores, como valproato o lamotrigina, y antipsicóticos. «La adherencia al tratamiento es fundamental. La mayoría de las recaídas ocurre cuando el paciente abandona la medicación», recuerda Montes.
Las terapias psicológicas son un complemento esencial: cognitivo-conductual, interpersonal y psicoeducación. El psiquiatra insiste en el valor de la psicoeducación grupal: «Aprender a reconocer los primeros síntomas, establecer rutinas de sueño, evitar consumo de drogas y alcohol, y contar con un plan de crisis son herramientas que salvan vidas».
Sonia es un ejemplo de ello: medicada, en terapia y vinculada a asociaciones ha conseguido estabilizarse y dar sentido a su experiencia. «Yo no soy la enfermedad. No me define. Y, aunque a veces me hunda, sé que puedo salir. Contarlo en voz alta me ha devuelto la dignidad». Nacho lo resume así: «En retrospectiva, pasé casi tres años compadeciéndome de mí mismo tras el diagnóstico inicial. Ahora es diferente. Miro al abismo de frente y sin parpadear. He hablado de ello hasta en una charla TEDx». Y Marta, desde el lado de los familiares, añade: «Lo importante es no vivirlo en soledad. Buscar apoyo, compartir experiencias, hablarlo. Eso lo cambia todo».
Y la investigación está de su parte. Los últimos estudios buscan comprender mejor el trastorno y anticiparse a las crisis. Se exploran marcadores genéticos y se realizan estudios de neuroimagen que muestran alteraciones en áreas cerebrales como la corteza prefrontal o la ínsula. También avanza la tecnología: dispositivos wearables capaces de monitorizar sueño, actividad y frecuencia cardiaca podrían detectar a tiempo un cambio de fase. Y hay modelos computacionales que intentan predecir ideación suicida a partir de síntomas recogidos en tiempo real.
También funciona la terapia electroconvulsiva: «Ya sé que no ha gozado de buena prensa porque se utilizó de manera indiscriminada, administrándola también inadecuadamente. Sin embargo, realizada en las condiciones actuales no tiene mayor peligro que el derivado de una anestesia de corta duración», explica el doctor Montes. «Resulta un tratamiento muy eficaz allí donde los fármacos han fracasado. Además, prueba de su seguridad es que sería el tratamiento de elección durante el embarazo». La estimulación magnética transcraneal, no invasiva y que utiliza pulsos magnéticos para estimular áreas cerebrales específicas y mejorar el estado de ánimo, o el uso de la esketamina, un derivado de la ketamina, son también dos vías de esperanza, sobre todo para tratar la fase depresiva, que es la más peligrosa. Y termina: «No podemos hablar de cura, pero sí de avances que permitirán una detección más temprana, tratamientos más personalizados y una mejor calidad de vida. El trastorno bipolar no tiene por qué ser considerado una enfermedad discapacitante. Con tratamiento adecuado, apoyo familiar y social y buena información, las personas con trastorno bipolar pueden estudiar, trabajar, amar, tener hijos. Pueden vivir una vida plena».