Viernes, 22 de Agosto 2025, 09:19h
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No sé ustedes, pero últimamente tengo la sensación de que se me están sulfatando las meninges. Temprano en la mañana, por ejemplo, cuando me levanto y me sumerjo en el periódico, a veces tengo que leer dos y tres veces cada noticia para entender qué rayos dice. A medida que mi cerebro despierta (mira que le cuesta, cada vez se le pegan más las sábanas), parece que entiendo algo mejor lo que tengo delante, a menos que el texto sea en inglés (y no digamos en francés). Entonces el sulfatado de las meninges se hace más evidente porque a la dificultad de que mi coco funciona al ralentí se suma otra. Los usos de los idiomas cambian tanto y a tal velocidad que, a estas alturas de la vida, cuando se trata de otra lengua, me resulta mucho más fácil entender a un autor de siglo XVIII –y no digamos del XIX– que a uno actual.
Con frases de medio metro, trufadas con subordinadas, paréntesis y el verbo al final de la oración, me pierdo en sus lucubraciones
Y es que entre coloquialismos, abreviaciones, siglas, neologismos y juegos recientes de palabras no entiendo ni papa. Me tranquilizó, al menos un poco, enterarme el otro día de que a mi nieto Luis le pasa exactamente igual que a mí, pero al revés. A él P. G. Wodehouse, por ejemplo, y su inefable Jeeves, que a mí me chiflan, no le levantan ni media sonrisa (¿de qué va esto, abuela? Menudo ñoco, no entiendo nada de lo que dicen). En cambio, se troncha con Hawaii 5.0, una serie en la que, para mí, es como si todos hablaran en sánscrito. Otra cosa que aumenta mi incomprensión lectora es lo enrevesado que escriben algunos. En prensa, por ejemplo, entre que las frases que construyen tienen medio metro de largo y además las trufan con subordinadas, paréntesis y colocan el verbo al final de la oración, me pierdo en la nebulosa de sus lucubraciones. Como no creo haberme vuelto idiota del todo, se me ocurre que esta conjura lingüística y 'jerigóncica' (perdonen el palabro, viene de 'jerigonza') que tanto me complica la vida se debe a dos razones. Por un lado, a que, como antes he apuntado, los idiomas cambian por el uso, y cada vez más rápido. Y, por otro, está el problema de la pereza de algunos autores. Escribir claro cuesta trabajo. Requiere, para empezar, una cierta generosidad. En vez de plantear una idea embrollada, los opinadores e informadores deberían buscar la sencillez, usar imágenes y ejemplos que simplifiquen la lectura, no que la compliquen. Pero para eso tiene uno que saber de qué habla. Entender de qué va la cosa, no transcribir lo que han dicho otros que tampoco tienen las ideas claras. Copiar sin ton ni son conceptos y premisas oídos por ahí puede sonar cool, porque apelar al papanatismo de la gente es fácil y da excelentes réditos. Un papanatas es aquel que «admira algo que no entiende y lo da por bueno de forma simple y poco crítica». Y lamentablemente el mundo está lleno de papanatas. Abundan, por ejemplo, en el mundo del arte, donde se admiran infinitos ñocos que alguien, supuestamente enterado y experto, ha decretado que es una obra maestra y nadie se atreve a contradecirlo. Abundan también en el mundo de la música, en el del pensamiento, en la literatura, en la filosofía y, como digo, funcionan admirablemente porque nadie se atreve a decir que el emperador está desnudo. Volviendo ahora al papanatismo en la letra escrita, Eugenio D'Ors decía una frase que me parece genial. «Puesto que no podemos ser profundos, seamos oscuros» –ironizaba él–, y hay muchos que hacen suya la premisa, lo que les permite quedar como los ángeles con sus oscuridades… Yo, en cambio, estoy más en la línea de lo que decía Ortega y Gasset. Según él, quien no escribe claro es, simplemente, porque no tiene las ideas claras, algo que contenta bastante a mis atribuladas meninges y me hace pensar que no me he vuelto tonta del todo. Aunque no crean, no soy tan autocomplaciente como para pensar que todo lo que leo por ahí es inescrutable y, en último término, puro humo. Hay gente que no logra expresar con claridad una gran idea y no por eso deja de ser valiosa. Total, que entre que el cerebro me funciona a pedales y que cada vez es más difícil separar el trigo de la paja, la pavada de la perla y la oscuridad de la profundidad, aburrirme, no me aburro. Eso, al menos, está claro.
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