Viernes, 17 de Octubre 2025
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Cuenta el Financial Times que en los ambientes financieros de Nueva York y Londres ya nadie alardea de estar ocupadísimo o de los miles de millas acumulados en sus viajes transatlánticos; ahora presumen de los minutos aguantados en una sesión de crioterapia y de las ocho horas de sueño registradas por su anillo Oura. Por otro lado, en una reciente conversación captada por un micrófono indiscreto, pudimos saber de qué hablaban en privado dos amos del universo como Putin y Xi Jinping. ¿De cómo desestabilizar a Occidente, quizá? No, comentaban que a sus 72 años (ellos son de la misma quinta) no eran más que unos pipiolos. «Sí –le decía Putin a Xi–, date cuenta de que ya es posible vivir 150 años». «¿Cómo?», preguntaba Xi. «Muy fácil, chico –explicaba Putin–, te pueden trasplantar órganos a demanda para ser cada vez más jóvenes y alcanzar incluso la inmortalidad».
Es posible que lleguemos a vivir 150 años, pero lo que conseguiremos no es alargar la juventud, sino la vejez
Esta idea, de momento, no tiene el menor respaldo científico, pero tanto lo que les he contado antes de los financieros de Nueva York como la conversación entre Xi y Putin responden a un mismo fenómeno, la nueva religión a la que todos queremos apuntarnos. Se llama Longevidad. Una fe que –según Bryan Johnson, biohacker, profeta y creador de la filosofía Don’t die ('No te mueras')– es capaz de poner de acuerdo a toda la humanidad. El fenómeno es tan notable que incluso publicaciones rigurosas como la revista Nature anuncian que en efecto será posible alargar la vida hasta los 120 o 150 años. Otro dato señala que en 2024 en PubMed se publicaron seis mil estudios sobre el tema, es decir, cinco veces más que hace dos décadas, mientras que otro informe recoge que el mercado global relacionado con la longevidad mueve dos billones de dólares. Curiosamente, este mercado, que crece año a año, no está formado tanto por personas mayores, sino por jóvenes dispuestos, desde una edad temprana, a cuidar la alimentación, hacer ejercicio y someterse a tratamientos y operaciones estéticas para alcanzar ese desiderátum de vivir 150 años. Llámenme vieja –que, por supuesto, lo soy–, acúsenme de derrotista y de aguafiestas, pero a mí esto de llegar al siglo y medio se me hace larguísimo y con resultado incierto. Si entregarme para siempre al brócoli, la cúrcuma y al aguacate; si dar diente con diente tres veces a la semana metiéndome en una bañera de agua helada; si pulverizarme los meniscos en cuatro mil sentadillas diarias me asegurasen la juventud eterna, a lo mejor me lo pensaba. Pero esta nueva religión tiene su letra pequeña. Para empezar, sus profetas y gurús no se ponen de acuerdo en cómo se alcanza tal objetivo. Unos, como el geriatra italiano Luigi Ferrucci, aseguran que la clave para estirar la vida está en la mitocondria, la reserva de energía celular. El investigador canadiense Peter Attia, en cambio, insiste en que el músculo es el órgano de la longevidad, mientras que el maestro budista Tenzin Wangyal Rinpoche proclama que el secreto está en renunciar al gimnasio y entregarse en brazos de Morfeo (ocho horitas, ni una menos). Yo no soy médico ni biohacker ni gurú, pero, por puro sentido común, pienso que una receta no excluye otra y que es más razonable una combinación de todas antes que abrazar una sola. Y otra cosa que dice mi sentido común es que esta nueva religión parte de un error de base. Es posible que lleguemos a vivir 150 años, pero lo que conseguiremos no es alargar la juventud, sino la vejez. Por ejemplo, yo, que tengo 72, ¿volveré a tener 30? Sospecho que no. Más bien (y a pesar de los anhelos distópicos de mi coetáneo Putin) conseguiré ser una ancianita encantadora durante otros 78 añazos, seis más de la edad que tengo ahora. Y luego hay otro dato que considerar. ¿Qué pasará en un mundo lleno de carcamales improductivos viviendo de sus pensiones y llenos de achaques que requieren a cada rato un trasplante, según el sueño distópico de Putin? ¿Quién pagará tanto dispendio? Desde luego, en la Rusia en la que él reina, tan democrática y respetuosa con los derechos, no sé por qué me da que palmarán misteriosamente y como chinches esos viejos tan pesados y carísimos. En resumen: no pienso apuntarme a esta nueva religión. Que otros abracen la longevidad e incluso la inmortalidad si quieren. Yo prefiero intentar mantener este cuerpo que me ha tocado en suerte lo más sano posible cuidándolo lo mejor que pueda hasta que el ídem aguante. ¿Eternamente vieja? No, muchas gracias.
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