Viernes, 12 de Septiembre 2025, 10:25h
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Si en un verano he comido al menos cinco bocados memorables yo le echo la llave a las vacaciones sin ningún rencor. Y si algunos de estos platos me los dan en esos sitios en a los que siempre regreso, como las ballenas francas a la Patagonia, donde sabes que serás feliz, miel sobre hojuelas.
Me emocionó sentir que volvía a emocionarme y a llenarme de esperanza en un restaurante de 'fine dinning' como el de Quique Dacosta
Si en las casillas estivales marco las dos D, Donostia y Denia, algo que hago desde hace varios lustros, la cosa siempre suele ir bien. Empiezo con chipirón a la parrilla, de esos que, ya cogiendo tamaño, con textura y sabor increíble, con sus hilitos de su tinta y una cebollita caramelizada pero no mezclada, nos sirvió el titán Pablo Loureiro en Casa Urola y que me dejó mudo un rato. Sonreímos en familia hasta chupar el último hueso del cogote de Merlucius merlucius de Amaia Ortuzar en Ganbara (hay que recuperar el prestigio del cogote, que los aficionados de ahora se creen que solo existe el rey y el voraz de Tarifa).
Lamenté no poder compartir ya con mis padres el tomate rosa entero madurado en mata, con altramuces, corazón de atún, anchoa y crema de almendras que sirve Evarist Miralles en el Nou Cavall Verd de La Vall de Laguar —cuánta verdad—; y me emocionó sentir que volvía a emocionarme y a llenarme de esperanza en un restaurante de fine dinning, el de Quique Dacosta, con la sensibilidad y belleza tan exacerbadas que recordé a Stendhal.
Por citar solo uno de los pases bellos entre los sabrosos, digo la salsa de leche de oveja con almendras tiernas, minimelocotones y cerezas. Cierro con la cecina de los bueyes de El Capricho que elabora Jose Gordón, disruptiva, pegada al tiempo, a la tierra y al cielo, como los poemas de T. S. Eliot.
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