Cincuenta años de su asesinato
Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Cincuenta años de su asesinato
Domingo, 20 de Febrero 2022
Tiempo de lectura: 9 min
Verbena de verano en Ramuscello, un pueblo de la región norteña de Friuli. Noche de cantos, vinos y bailes bajo las estrellas. Pier Paolo Pasolini –uno de los creadores más polifacéticos del siglo XX, poeta, dramaturgo, periodista, cineasta, músico, pintor, ensayista... y también comunista, homosexual y uno de los intelectuales más irreverentes y provocadores– se encontró con tres chicos que conocía y juntos se fueron al campo. «Besó a uno de los muchachos, el mayor de ellos, de 16 años, y luego fue masturbado por él en presencia de los otros. Posteriormente quizá hubo masturbación grupal», cuenta Miguel Dalmau, autor de Pasolini. El último profeta (Tusquets), Premio Comillas de Historia, Biografía y Memorias 2022, el año del centenario de Pier Paolo Pasolini.
El escarceo de la verbena trascendió y fue un batacazo terrible para él. Perdió su puesto de maestro; lo expulsaron del Partido Comunista Italiano; llegaban cartas anónimas a su casa de Casarsa della Delizia; su madre no dormía, su padre gritaba. Esta fue la primera trampa en la que cayó, llevado por sus ganas de sexo. Su homosexualidad –terror nudo lo llamaba él– era su tormento. «Sentía rabia consigo mismo por la no aceptación de su diferencia sexual y no soportaba que eso causara problemas en otros», dice su biógrafo.
Hasta el escándalo de la verbena, al final del verano de 1949, Pasolini era muy querido en Casarsa della Delizia, el pueblo de su madre, su paraíso de juventud. Pasolini fue un chico tímido, dulce, de voz delicada, hipersensible. Era 'empollón' y deportista. Su amigo Franco Farolfi ha contado que en la adolescencia «los amigos aceptábamos espontáneamente su autoridad». Su vitalidad y energía eran inagotables. Sus rasgos eran rudos y secos, de campesino fornido. Su amiga Silvana Mauri decía que, además, tenía «un cuerpo de Mantegna y de pobre medieval, fuerte y viril».
Aquel chico dulce y sensible se convirtió después en un hombre rebelde, rabioso, atormentado y en el gran fustigador de la burguesía de su tiempo. ¿De dónde viene esa rabia? Se ha escrito que su padre, el quinto conde de la Onda, un noble arruinado por el juego que se hizo militar y se alistó en el fascismo, daba grandes palizas a la madre. Miguel Dalmau no lo cree: «El padre era alcohólico y violento y creaba una atmósfera insoportable en la casa, pero no les tocó un pelo».
Durante la cena, en casa de los Pasolini se respiraban celos, rencor, posesividad, discusiones y dolor. «Toda mi vida ha estado marcada por las escenas que mi padre le montaba a mi madre. Aquellas escenas hicieron nacer en mí el deseo de morir», escribió Pasolini.
Susanna Colussi, su madre, era el eje de su vida. Era maestra rural, una mujer alegre y cariñosa. Con ella –explicó su primo Nico Naldini–, Pier Paolo vivió «el vínculo de los amores perfectos». La cogía en volandas y bailaba con ella en la gran cocina de la casa de Casarsa cuando no estaba el padre, al que abandonan tras el escándalo de Rumascello.
Pier Paolo se tiene que ir porque su gente lo desprecia y la madre –que ha perdido a Guido, su hijo pequeño– lo acompaña. La muerte de Guido es otra espina supurante. Era partisano comunista y lo fusilaron en 1945 otros partisanos comunistas partidarios de que Friuli pasara a formar parte de Yugoslavia. Para los Pasolini, Friuli era una pasión. Pier Paolo escribió en la lengua friulana, llegó incluso a militar en uno de sus grupos nacionalistas y fundó la Academiuta di Lenga Furlana en 1945, un instituto de lengua y poesía. Friuli, la tierra de su madre, es una de las patas de su vida. Abandonarla fue traumático.
La llegada a Roma de la madre y el hijo, en 1949, es una escena de película neorrealista italiana. Llegan sin nada. Primero los aloja Gino, hermano de Susanna; luego se mudan a Rebibbia, donde no hay casas de cemento, sino cobertizos y chozas de latón. Es una borgata, un suburbio donde malviven los inmigrantes procedentes del sur. «En verano había un manto de polvo y en invierno, un palmo de agua», explica Pasolini.
Silvana Mauri, su buena amiga, lo visita allí, en una casa sin techo firme, sin calle, sin luz eléctrica: «Parecía el futuro Cristo de su película». Estaba abatido por «haber perdido todo: trabajo, respeto, confianza de su mundo en Casarsa, la escuela... y de haber arrastrado a su madre». Pero Silvana descubrió algo: «Vi relampaguear en el fondo de sus ojos proféticos una diabólica ansia de vivir el infierno que lo rodeaba, porque se abría ante de él una nueva realidad […], el arrabal y los jóvenes que jugaban al fútbol, una especie de anonimato, una libertad nueva».
«Los chicos de las borgate serán la nueva obsesión de su vida», dice su biógrafo. Aquellos muchachos, igual que los hijos de los campesinos a los que enseñó latín y matemáticas en Friuli, son parias, como él.
Roma le fascinó y fue crucial en su vida, pero los primeros años fueron muy duros. Susanna y él viven en Rebibbia y Monteverde, barriadas tercermundistas, sin suministros, con cerdos pululando por las calles. Pasolini observa y escribe, mucho, en esos años de penuria: termina una antología de poesía dialectal y otra de lírica popular; el poemario Las cenizas de Gramsci y la novela Chicos del arroyo, un retrato de lo que ve durante sus trayectos, de cuatro horas diarias en autobús, a la primera escuela donde encuentra trabajo, en la otra punta de Roma. «Cada ida, cada vuelta era un calvario de sudores y de anhelos», anota Pasolini. Se fija en las familias que sabe que se apretujan en un único colchón; en los que acampan al abrigo de las ruinas del Imperio romano; en los que se refugian en los restos de casas bombardeadas. Luego, a estas gentes las saca en sus películas.
Poco a poco progresa. Escribe, enseña, publica en los periódicos, hace grandes amigos, como Alberto Moravia, Elsa Morante, Oriana Fallaci... A través de Giorgio Bassani se adentra en el cine: primero, en los guiones –trabajó con Fellini, fue coguionista de La dolce vita–; luego, como director. Sus obsesiones –los desheredados, el rechazo a la burguesía, la religión, el sexo– también se asoman en su cine: Accattone (que significa 'mendigo') es su debut, en 1961; lo siguen Mamma Roma, El evangelio según san Mateo, Pajaritos y pajarracos, Edipo rey, Teorema, Pocilga... No es cine convencional, claro. Pasolini tiene una querencia irremediable por la provocación y la polémica. Para muchos es el Caravaggio del siglo XX, por esa afición a lo macarra, lo sórdido y por utilizar a gente de la calle en sus obras.
Convence a Maria Callas –muchas veces Medea en la Ópera– para que sea su Medea en el cine. Los dos acababan de ser abandonados: ella, por Aristóteles Onassis; él, por Ninetto Davoli, un jovencito del arrabal que fue un gran amor. Callas y Pasolini se entendieron. Se hicieron inseparables. Viajaban juntos, se daban besos en la boca... y ella se enamoró. Le pidió matrimonio y Pasolini se escapó. A la Callas –cree Dalmau– la homosexualidad de él no le pareció un impedimento.
A Pasolini su actividad sexual le trajo un segundo tropiezo legal doloroso. Una noche ligó con un gasolinero joven que luego lo acusó de haber robado la gasolinera a punta de pistola. Pasolini ya era conocido, el escándalo fue mayúsculo y se cometió una tremenda injusticia, porque el director de cine era inocente. «Lo condenaron (a dos semanas de reclusión y una multa de diez mil liras) por ser homosexual», dijo indignado Alberto Moravia.
También lo condenaron por su cine: cuatro meses de prisión por delito de vilipendio a la religión del Estado, por su película La Ricotta, de 1962. Se metió en muchos charcos el indomable Pasolini. En 1968 llamó 'niños de papá' a los estudiantes que se manifestaban, se puso del lado de los carabinieri: ellos sí eran proletarios.
Iba por libre. Estaba en contra del aborto y se enfrentó a todos los poderes. No soportaba a la burguesía. Aborrecía la sociedad de consumo: «Mi primera reacción a esta tragedia del consumismo fue evocar con nostalgia la vieja Italia campesina y proletaria. De ahí que hiciera la Trilogía de la vida», dijo en una de sus últimas entrevistas. Esa trilogía la componen El Decamerón, Los cuentos de Canterbury y Las mil y una noches, películas de estética rabiosa, pasoliniana.
La política, la religión, las honduras metafísicas, la poesía (de la española le fascinaba Antonio Machado y había leído a Juan Ramón Jiménez, Federico García Lorca y Pedro Salinas), la música (tocaba el violín), la pintura... Todo le interesaba.
Saló o los 120 días de Sodoma es la traca final. La fusión de Pasolini y el marqués de Sade es una mezcla explosiva que engendra una de las películas más escandalosas de la historia del cine. Según Pasolini, «es una metáfora de la reducción del cuerpo humano a un objeto»; para Natalia Ginzburg, es «la contemplación de la idea de la muerte». Con el sadismo, las torturas y humillaciones que contiene la película, el director quiso denunciar la maldad del fascismo.
No llegó a verla estrenada. Lo impidió su tercera caída en una trampa sexual. Si de día se acompañaba de sus amigos –gente de origen burgués y con intereses artísticos–, a la caída del sol buscaba a los chavales del lumpen. «Las razias noche tras noche eran cada vez más peligrosas», dice Miguel Dalmau. A veces desaparecía dos días y sus amigos se volvían locos buscándolo. Regresaba magullado, ensangrentado. «El peligro era uno de los elementos esenciales de su erotismo», dice su biógrafo.
En una de esas expediciones, el 1 de noviembre de 1975, condujo su Alfa Romeo GT 2000 de color gris a una calle de chaperos, frente a la Estación Termini. Pino Pelosi, de 17 años, apodado el Rana, subió al vehículo. Cenaron en Al Biondo Tevere, una osteria sencilla donde conocían a Pasolini.
A la mañana siguiente, la señora Maria Teresa Lollobrigida creyó ver un bulto de basura en el idroscalo (hidropuerto) de Ostia. Era el cadáver de Pasolini. Le habían estallado los testículos a golpes, tenía fracturas y contusiones por todo el cuerpo, lo habían atropellado repetidas veces, habían quemado parte del cadáver..
Pelosi confesó el crimen y fue encarcelado. Pero años después se desdijo. Sus amigos, su biógrafo y la opinión pública están convencidos de que no fue un asunto sexual, sino la eliminación de un personaje incómodo. Algunos implican a la Mafia, a la Democracia Cristiana, a los servicios secretos, porque Pasolini andaba escribiendo sobre un oscuro asunto petrolero que escandalizaba a Italia.
El grito de Susanna Colussi cuando le dijeron que su hijo había muerto desgarró al barrio entero. Entonces ya no vivían en Monteverde, se habían mudado a una casa con jardín para que ella cuidara sus plantas. Ella fue su gran amor. «Soy poeta por ella», había confesado él.