
¿Arsénico por desesperación?
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¿Arsénico por desesperación?
Viernes, 22 de Agosto 2025, 09:02h
Tiempo de lectura: 7 min
Zsuzsanna Fazekas, a quien las mujeres llamaban 'tía Susi', era la comadrona de Nagyrév, un pueblo integrado a principios del siglo XX por 1500 personas, 329 caballos, 414 vacas, 1274 cerdos y 49 ovejas.
La tía Susi, de corta estatura y gruesa, con el pelo siempre recogido en un moño ajustado, había nacido en Nagyrév en 1862 y, después de casarse y tener tres hijos en un pueblo cercano, regresó para hacerse cargo de las parturientas y, a falta de médico en el lugar, ocuparse de tratar a los enfermos. Eso la convertía en una de las pocas mujeres con ingresos y le permitía gestos tan desafiantes como frecuentar el bar local y fumar en pipa, algo prácticamente prohibido a las mujeres. Las comadronas tenían entonces fama de 'impuras' (o directamente de prostitutas) simplemente por su familiaridad con el cuerpo humano y el sexo, pero también le daba a Susi cierto prestigio. Y sobre todo le permitía entrar en las casas de la gente y conocer sus secretos.
Nagyrév era entonces un pequeño enclave rural de Hungría en el que, como en tantos otros lugares, la violencia contra las mujeres era habitual, tolerada, una forma aceptable de que los maridos «pusieran a las mujeres en su lugar», según relata el libro Las mujeres no están bien: la oscura historia de una hermandad venenosa, de Hope Reese, un detallado recuento de una historia que en su época ya generó grandes titulares.
La Primera Guerra Mundial vino a empeorar la situación de las mujeres. Tampoco es que los hombres lo tuvieran fácil. La mayoría volvían del frente severamente heridos o traumatizados, con lo que incrementaban el consumo de alcohol y, con ello, el maltrato a sus mujeres. Además de soportar la violencia, ellas tenían que cuidar a los niños y a los parientes ancianos y hacerse cargo de la gestión de las granjas, ante la incapacidad de muchos hombres.
Las mujeres de Nagyrév no veían salida, hasta que decidieron cambiar su destino... por la fuerza.
En 1929, 26 mujeres y dos hombres de Nagyrév y la región circundante de Tiszazug fueron acusados de asesinar a 101 personas durante casi dos décadas, entre 1911 y 1929. El número real de asesinados puede haber ascendido a 300. Las víctimas eran por lo general hombres, aunque no exclusivamente. Juntas, estas mujeres fueron responsables de la 'epidemia' de envenenamiento más mortal de la historia.
La tía Susi tenía una vecina, María Varga, casada con un veterano de guerra que se había quedado casi ciego durante el conflicto y había sufrido las penurias de los prisioneros de guerra. El hombre padecía insomnio severo y lo pagaba con su mujer. Celoso y enojado, golpeaba a María regularmente.
En el verano de 1916, María le pidió consejo a la tía Susi sobre cómo «calmar» a su marido. Y Susi sabía cómo: con un elixir que guardaba en pequeñas botellas sobre el armario de su cocina. Era, en realidad, un brebaje tóxico hecho al disolver en agua o vinagre papel atrapamoscas, un producto doméstico para acabar con los insectos con forma de tira larga de papel con un revestimiento adhesivo y que contenía una pequeña dosis de arsénico.
De entrada, el insomnio del marido mejoró: la toxina tenía un efecto sedante. Tras varias visitas de la comadrona, tres semanas después, el hombre, intencionadamente o no, murió. Pronto se corrió la voz del efecto de aquel 'medicamento' y las mujeres se animaban mutuamente a usar esa 'solución' para deshacerse de sus hombres violentos. La tía Susi se encontró rápidamente a cargo de un próspero negocio que no dudó en sistematizar.
Pero el marido de María no era el primer hombre en morir envenenado en Nagyrév. Rozalia Takacs se casó con un borracho que abusó de ella cuando tenía 17 años. Después de tres décadas de matrimonio con aquella «bestia alcohólica», Rozalia estaba desesperada. Cuando su marido enfermó a finales de 1910, una anciana viuda se acercó para apoyar a su vecina y sugerir el uso del papel atrapamoscas para aliviar sus penurias.
Es posible que la anciana conociera el método por un caso anterior de envenenamientos a menor escala que había tenido lugar en 1897 en una ciudad a 30 kilómetros de Nagyrév. Aquel escándalo involucró a otra comadrona que ayudó a unas mujeres a matar a sus maridos para obtener pagos del seguro de vida.
Así que Rozalia disolvió tres hojas de papel para moscas en agua, lo mezcló con la medicina de su marido y esperó a ver qué pasaba. Pero no pasaba nada. Lo intentó siete veces, sin éxito. Finalmente, desesperada, compró ácido arsénico, un matarratas en polvo, y lo molió en el puré de su marido. El 11 de enero de 1911, el hombre murió.
Esa fue la primera intoxicación documentada con éxito de las mujeres Nagyrév. Y es que casi dos décadas después, en octubre de 1930, Rozalia no solo admitió haber matado a su marido: había ayudado a media docena de mujeres a envenenar a los suyos.
Otra figura clave en la red de envenenamiento era Julianna Lipka, huérfana que trabajaba como sirvienta desde los 10 años. Desesperadamente pobre, Julianna terminó al servicio de una pareja de ancianos enfermos en Nagyrév. Más tarde fue acusada de matarlos con arsénico antes de la guerra, pero después del conflicto su actividad se expandió.
Julianna estaba menos orientada al negocio que la tía Susi: no ayudaba a otras mujeres por dinero, sino por solidaridad. En noviembre de 1919, una costurera le contó a Julianna la tortura a la que la sometía su marido, alcohólico, que la golpeaba, la apuntaba con un arma y la humillaba constantemente. Julianna se fue a casa, disolvió tres hojas de papel de mosca en agua y regresó aquella misma tarde. Las dos mujeres vertieron el líquido en una botella de palinka, la bebida alcohólica más popular, que el marido bebió de un trago en cuanto llegó a casa. No tardó en morir.
En aquella época no solo fueron asesinados hombres. Algunas mujeres pobres, incapaces de mantener a sus recién nacidos, usaron el veneno con otro fin. Las penurias de Anna comenzaron cuando, al casarse, tuvo que hacerse cargo de los padres de su marido, una madre postrada en cama y ciega y un suegro enfermo e incontinente. Pero el marido de Anna era mucho peor: era infiel, alcohólico y violento incluso cuando ella estaba embarazada. «Nunca me dejó en paz. Me apuñaló, me rompió una silla encima. Tenía moretones por todas partes».
Para cuando dio a luz a su tercer hijo Anna estaba agotada: no tenía leche para alimentar a su hija recién nacida. En agosto de 1916, con la ayuda de la tía Susi, preparó un brebaje de agua azucarada con una cucharadita de arsénico y se lo dio al bebé. Vivió solo unos días.
A medida que las mujeres se envalentonaron, compartieron su 'solución' con otras mujeres y los asesinatos se reprodujeron en aldeas vecinas. Y lo cierto es que ya no solo eran hombres abusivos, sino también algunos parientes o ancianos con los que tenían disputas.
A principios de la década de 1920, las autoridades locales comenzaron a recibir cartas anónimas en las que se acusaba a las mujeres de muertes sospechosas. Pero poco o nada hicieron por investigar.
En el caos de la Primera Guerra Mundial y sus secuelas, las estructuras de autoridad tradicionales se derrumbaron y las comunidades quedaron abandonadas a su suerte.
No fue hasta finales de la década cuando tomaron cartas en el asunto.
El 15 de junio de 1929, el jefe de Policía, el teniente Jozsef Zsoldos, comenzó a llamar a las puertas de los sospechosos. Enseguida detuvo a una pareja, que confesó haber obtenido arsénico de una comadrona, quien a su vez lo había recibido de la tía Susi.
En la mañana del 19 de julio, la tía Susi supo que la Policía la buscaba. En cuanto vio a los agentes doblar la esquina de su casa, sacó un vial de solución de arsénico del bolsillo y se tomó la poción.
La Policía trató de interrogarla, pero ella solo pudo responder con gemidos y convulsiones. Un médico intentó forzarla para que vomitase el veneno, pero la tía Susi mantuvo las mandíbulas cerradas. La declaró muerta minutos después.
Finalmente, 43 individuos de la región de Tiszazug fueron detenidos. Como la tía Susi, muchas de las mujeres se quitaron la vida antes de que comenzaran los juicios en diciembre de 1929. De los 28 acusados, 26 de ellos mujeres, todas menos ocho fueron declaradas culpables. Rozalia Takacs y Julianna Lipka fueron condenadas a muerte por ahorcamiento, pero su sentencia fue conmutada al final por cadena perpetua.
El caso hizo las delicias de la crónica negra europea de la época bajo el curioso epígrafe con el que apodaron a las asesinas: «Las creadoras de ángeles».