Viernes, 22 de Agosto 2025, 09:15h
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Los manuales escolares –los de antes, quiero decir– nos vendían la historia de dos héroes enfrentados al destino, la guerra y el mar. Uno fundaba Roma y otro regresaba a Ítaca. Ya saben: dioses haciendo la puñeta, naufragios y todo eso. Pero no es lo mismo leer la Odisea y la Eneida con quince años que hacerlo cuando ya has rebasado la línea de Plimsoll. A estas alturas y relecturas, lo que encuentras en esos relatos no es solo épica clásica, sino también un pintoresco tour sentimental entre princesas enamoradas, ninfas inmortales y reinas abandonadas. Porque alguien tiene que decirlo: si aquellos fulanos tardaron tanto en llegar a casa, no fue solo por los obstáculos divinos.
Alguien tiene que decirlo: si aquellos fulanos tardaron tanto en llegar a casa, no fue solo por los obstáculos divinos
Empecemos por Ulises. A éste lo conocemos como el hombre de las mil tretas. O sea, de los que siempre tienen una buena excusa cuando llegan a casa de madrugada, manchados de pintalabios y espolvoreados de coca –«Mi vida, no te lo vas a creer: me he peleado con un payaso»–. Tardó veinte años en volver a Ítaca, entre la guerra de Troya y los rodeos que dio luego; y aún logró, y para eso hay que valer, que su legítima lo recibiera con los brazos abiertos. Ulises regresó muy despacio porque tenía una facilidad pasmosa para caerle bien a toda señora o señorita con túnica y tiempo libre. He hecho mis cuentas y me salen éstas.
Calipso, dueña de una islita privada. Cama y comida incluidas, enamorada hasta las cachas. Ella, ninfa inmortal; él, marino con barba y trauma post-Troya. Ulises decía que no quería, que amaba a Penélope, pero no tanto como para irse. Y así, sufriendo, se quedó siete años. Siete, oigan. En cuanto a Circe, que vino luego, hechicera profesional, transformó a los compañeros de Ulises en cerdos –metáfora de asombrosa precisión– y se fumigó a éste durante un año entero, lo que tampoco puede considerarse una relación fugaz porque hay matrimonios que duran menos. Pero es lo de Nausícaa, la que vino después, lo que tiene más delito: una princesa adolescente lo ve salir desnudo del mar y decide que se casará con él. Amor a primera vista. Ulises, en su papel de hombre mayor y viajado, la torea con elegancia y la deja hecha polvo con su vitola de veterano de guerra y náufrago irresistible: «No, pequeña, tienes que buscar un novio joven, aunque yo puedo enseñarte los rudimentos del amor, ya que insistes». Por supuesto, a pesar de la discreción de Homero todos imaginamos lo que hubo: intercambio de microbios, velas al amanecer y si te he visto no me acuerdo, feacia. Y al fin del periplo tenemos a Penélope, la esposa fiel, la mujer que tejía y destejía, que esperó veinte años rechazando pretendientes con más tozudez que lógica mientras su marido pendoneaba por el Egeo. Y en cuanto él aparece, claro, gotea agua de limón.
Pero seamos justos. El de Ulises es un historial limpio si lo comparamos con Eneas: el viudo serio que rompía corazones sin querer. Porque ese cabrón toca otra tecla. No seduce, se lamenta. No promete, pero tampoco avisa. Es un pájaro más serio, más romano, más pelmazo. Sufre porque tiene que fundar Roma y eso le da una pereza de cojones. Y mientras Ulises engañaba con estilo griego –astucia, mitología y promesas vagas–, Eneas lo hace a la romana: poniendo cara de deber moral. Creusa, su esposa, se pierde, o eso dice él, en el caos de la caída de Troya. La busca, o sea, pero no mucho. Así que el héroe llora, pero sigue adelante. Y en el azaroso camino se encuentra con Dido, la gran víctima. Aquí no hay equívocos. Reina de Cartago como es, ama con la intensidad hexamétrica que las mujeres de la Antigüedad dedicaban a ese menester. Le da su cama, su reino, y Eneas se queda hasta que los dioses le recuerdan que tiene una misión: fundar Roma. Así que el macario, con cara de sufrir mucho, la deja plantada. Ella, claro, se suicida –a ver qué otra cosa iba a hacer una reina despechada–. Y en cuanto a Lavinia, último episodio, sosa como un yogur desnatado, es el premio final del viaje. No tiene ni una línea de diálogo en la Eneida, pero termina siendo cofundadora de Roma. O sea, la nada emocional. Un vientre útil con corona incluida. Virgilio no se molesta en que la amemos ni admiremos: es trofeo y futuro, nada más.
Ulises, Eneas… ¿Quién vence en este dúo dinámico de la antigüedad clásica? Si vamos al número, Ulises se lleva el premio; pero es Eneas quien deja un rastro de destrucción emocional. Ulises seduce y huye, pero se despide. Eneas se va sin mirar atrás. Uno hace suspirar y otro provoca tragedias. Es Ulises el embaucador simpático que siempre cae bien, y Eneas el viudo melancólico que nadie retiene. En resumen: si eras mujer mediterránea y te cruzabas con uno de estos dos hijos de puta, lo mejor que podías hacer era remangarte el peplo y correr en dirección contraria.
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