
Secciones
Servicios
Destacamos
Edición
Viernes, 13 de Junio 2025, 10:25h
Tiempo de lectura: 7 min
Se necesitan 60 millones de ostras. Razón: el Mar Menor. El plan parece tan audaz como desesperado. Usarlas como un ejército de aspiradoras submarinas para limpiar las maltrechas aguas de esta albufera. Cada ostra plana (Ostrea edulis) puede filtrar hasta 200 litros diarios. Algo así como poner ventilación mecánica a un enfermo con neumonía.
Porque el Mar Menor sigue en la UCI. Últimamente no nos sobresalta con miles de peces muertos flotando en sus aguas (toquemos madera); pero la laguna salada más grande de Europa es un enfermo crónico. A pesar de la enquistada bronca política, por sus ramblas siguen entrando los abonos sobrantes de la agricultura del campo de Cartagena; y el acuífero supura los nutrientes vertidos en las últimas décadas. ¿Entonces por qué el Mar Menor no colapsa? ¿Por qué no se producen nuevas sopas verdes ni anoxias letales?
Porque la eutrofización (la enfermedad diagnosticada) no se ha curado, pero se mantiene más o menos a raya. Así y todo, ese exceso de nitratos (destinados a alimentar a las hortalizas) y de fosfatos (procedentes también de vertidos urbanos) provoca una proliferación descontrolada de fitoplancton que enturbia las aguas e impide la fotosíntesis; y una 'cosecha' involuntaria de algas que, cuando se pudren, consumen el oxígeno y asfixian la vida acuática. La diferencia es que ahora esas algas gelatinosas son retiradas a diario. Brigadas de operarios sacan con rastrillos miles de toneladas de biomasa anuales, un esfuerzo que ha costado 41 millones de euros desde 2017.
Las ostras no son la solución definitiva, pero pueden prestar un servicio impagable al ecosistema. Marina Albentosa, bióloga del Instituto Español de Oceanografía (IEO-CSIC) y directora del proyecto RemediOS2, ha hecho los cálculos: se necesitan 60 millones de ostras para ayudar a respirar mejor al Mar Menor. Cada uno de estos moluscos es como una depuradora en miniatura. Un ejército de ostras filtraría toda el agua cada pocos meses.
Y Europa tiene los ojos puestos en este proyecto. Hay toda una red de científicos cuya misión es recuperar los arrecifes de ostras: NORA (Alianza para la Restauración de la Ostra Nativa, por sus siglas en inglés). Los arrecifes de ostras son puntos calientes de biodiversidad que no solo filtran cantidades masivas de agua, sino que proporcionan hábitat a cientos de especies y estabilizan el fondo marino. Las poblaciones nativas colapsaron por sobreexplotación, contaminación y enfermedades. Esta alianza agrupa 44 proyectos repartidos por
13 países para resucitarlas. España solo tiene uno: el del Mar Menor. Pero es emblemático.
Los científicos han convertido este ecosistema en uno de los espacios más monitorizados del planeta. Sensores, satélites y balizas registran cada constante vital y lo convierten en un gran laboratorio. «Todo lo que pasa en el Mar Menor es lo que vamos a ver en el futuro en el Mediterráneo; y todo lo que pasa en el Mediterráneo es lo que vamos a ver en un futuro en el océano», advierte Albentosa. La laguna, por su poca profundidad, funciona como una máquina del tiempo acelerada. Es el 'paciente cero' de la contaminación ambiental y del cambio climático.
La historia de las ostras murcianas empezó en los años setenta con una de esas casualidades que solo pasan en España. Unos técnicos del IEO pidieron ostras gallegas para hacer pruebas de acuicultura. Les mandaron un par de cajas en un camión frigorífico. Se comieron unas cuantas (era Navidad), dejaron el resto en una instalación experimental, vino un temporal, las ostras se dispersaron y todos se olvidaron del tema. Así, sin más. Pero esas ostras gallegas, como buenos emigrantes, decidieron quedarse y adaptarse.
El Mar Menor en aquella época era cristalino, con una salinidad brutal que ahuyentaba a cualquier intruso. Hasta que en 1973 abrieron el canal del Estacio para construir un puerto deportivo, la salinidad bajó diez gramos por litro y, de repente, además de abrir las puertas a especies invasoras, las ostras se encontraron como en casa. Y se reprodujeron. Vaya si se reprodujeron. El fondo se convirtió en una alfombra de ostras que, sin sustrato donde agarrarse, se amontonaban unas sobre otras. Para 1985, las autoridades decidieron regular la explotación. Se otorgaron unas 90 licencias de pesca. Eran los años del pelotazo y más de uno pensó que se haría millonario. Los pescadores contrataban buzos; muchos veraneantes también bajaban a pulmón, y quien no pensaba en venderlas pensaba en cogerlas para consumirlas sin siquiera depurar. Algunos turistas se llevaban un vino blanco a la playa y consumían las ostras con el agua por la cintura…
El problema era que las ostras del Mar Menor eran muy feas: mucho caparazón, poca chicha y, a veces, un olor a cieno que echaba para atrás cuando las abrías. Las condiciones extremas de la laguna las habían convertido en fortalezas en miniatura. La pesquería no funcionó. Se probó a captar semillas para venderlas y se introdujeron unos curiosos 'sombreros chinos' donde engordarlas. Pero tampoco fue rentable porque algunas ostras daban la talla y otras no. Se comprobó que había dos especies, la gallega y la mediterránea (no mucho mayor que una almeja), y no había forma de distinguir las larvas.
Para los años noventa, los censos registraban 135 millones de ejemplares que nadie quería, pero podían mantener el agua cristalina. Y entonces llegó el apocalipsis. El Mar Menor es un ecosistema de extremos: cuando una especie adquiere una ventaja, se adueña de él; y cuando la pierde, poco menos que desaparece. Sobran ejemplos de estas explosiones seguidas de cuasi extinciones: caballitos de mar, nacras, mújoles… Llegaron las medusas como una plaga bíblica, compitiendo por el alimento con las ostras y comiéndose sus larvas. Los científicos encontraron más de 5000 larvas en el estómago de una sola medusa. Las macroalgas colonizaron (y empobrecieron) el fondo desplazando a las praderas autóctonas y las esponjas perforadoras parasitaron a las ostras adultas… En 2020, apenas quedaban unas pocas supervivientes.
Albentosa lleva trabajando con bivalvos desde 1989 y ha conseguido lo que parecía imposible: cerrar el ciclo de reproducción de las ostras en laboratorio. Una hazaña si se tiene en cuenta la complicada sexualidad de este molusco, que, excepto en su breve época de larva, está pegado a una roca para toda la vida, sin poder moverse ni un centímetro. Su única aventura sexual posible es... consigo misma. Las ostras son hermafroditas, y no de las aburridas que se quedan con un solo sexo. No, van cambiando de macho a hembra y viceversa según les convenga. Durante el verano, cuando las aguas se calientan y las hormonas andan revolucionadas, las ostras dedican hasta el 75 por ciento de su cuerpo a producir óvulos o esperma.
Las ostras reproductoras fueron recogidas de la isla del Barón, las últimas 'mohicanas' que habían resistido décadas de degradación ambiental. En tanques de acondicionamiento, los científicos imitan su ciclo natural elevando la temperatura del agua de 21 a 26 grados hasta que llega la fecundación y el acuario se tiñe de gris con millones de larvas microscópicas. La naturaleza es despiadada: por cada millón de larvas, apenas dos sobreviven hasta adultas.
Pero ahora viene la prueba de fuego: crear el primer arrecife experimental junto a las islas del Barón y Perdiguera, sumergiendo la primera barrera de ejércitos filtradores en el Mar Menor real, no en las condiciones controladas del laboratorio. El reto ya no es solo criar ostras, sino confirmar que serán capaces de adaptarse, formar colonias y sobrevivir a los altos picos de temperatura que se registran en los últimos años. «Hemos tenido mucha mortandad. Por encima de 36 grados no sobreviven», señala Albentosa.
Los antecedentes en otras sitios son positivos. En Suecia, las ostras extrajeron el 20 por ciento del nitrógeno del agua. En Dinamarca, casi una tonelada por hectárea al año. Pero el caso más notable está en Florida. «La bahía de Tampa llevaba treinta años como está el Mar Menor –dice Albentosa–. Allí lo consiguieron». Las ostras no son una varita mágica, y los científicos lo saben. Son una pieza más de un puzle que debe incluir la reducción drástica de nutrientes desde tierra, el control de vertidos y un cambio profundo en nuestra relación con el ecosistema. Pero en cada ostra que sobrevive, en cada larva que completa su metamorfosis y en cada voluntario que 'adopta' ostras para cuidarlas late la promesa de que aún no es demasiado tarde.